lunes, 12 de mayo de 2008

Zoológico

Cuan feliz se siente el niño al ir al zoológico, cuan feliz se siente el niño cuando puede tocar a su cebra favorita o mirar al rey de la selva dormir en su jaula.
Cuán feliz se siente al estar alzado sobre los hombros de su padre y gritarle
-"Más alto papi, más alto"
Pero, detrás de toda esa felicidad, detrás de esas risas y juegos, hay alguien que no esta bien.
Entre sus barrotes y alambres, los animales miran a las personas. Ya están acostumbrados a vivir así, con todo al alcance de la mano -o de la pata- pero sin rastro de libertad. De día, en sus pequeños espacios de tierra y barro, con los comederos llenos de heno y los bebederos con agua, divierten a los turistas que se maravillan con la imponencia de un elefante o la gracia de una ardilla. De noche, en sus cárceles de cemento y metal, frías y oscuras horas donde la soledad lo gobierna todo.
Entre la oscuridad, débiles aullidos atraviesan la noche y penetran en los corazones de todo aquel que llega a oírlos. Los rugidos del rey se hacen respetar por las aves, que hasta ese momento habían levantado un coro plumífero lleno de compases tristes y anhelantes de libertad. Los largos cuellos de las jirafas se alzan en su casa de madera, y algo que parece una lágrima brota de sus castaños ojos.
Mañana será otro día de encierro. Mañana será otro día en donde los niños tocarán las cabezas de los ponis y los padres charlarán tranquilos sobre su vida. Mañana, será otro día de zoológico.

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